A veces no dispongo del tiempo necesario para emprender el inicio de un nuevo libro, una nueva historia. Bueno, pues en esos casos leo alguna revista, libros de historia, cine, las famosas selecciones del reader digest de hace más de 50 años, etc. Y en ocasiones leo cuentos. Debo confesar que la mayoría solamente me entretiene por el momento, y nunca más los vuelvo a leer (no estoy contando los cuentos de Hans Christian Andersen, los hermanos Grimm, Charles Perrault y Oscar Wilde). Pero existen algunos cuentos, muy pocos, que leo una y otra vez y disfruto de cada párrafo, de cada línea. Uno de esos es: La humildad, de Dino Buzzati. Es bastante corto, como para leer en máximo diez minutos, por eso me atrevo a copiarlo aquí, con la esperanza de que alguien que no lo haya leído, lo haga ahora.
La humildad:
Un fraile llamado Celestino, después de algún tiempo de vivir
como ermitaño, decidió ir a vivir en el corazón de la metrópoli, donde mayor es
la soledad de los corazones y más fuerte la tentación de Dios. Porque
maravillosa es la fuerza de los desiertos de Oriente, hechos de piedra, de arena
y de sol, donde hasta el hombre más burdo comprende su propia pequeñez ante la
vastedad de la creación y de los abismos de la eternidad; pero aún más poderoso
es el desierto de la ciudad, hecho de multitudes de estrépitos, de ruedas, de
asfalto, de luces eléctricas y de relojes que marchan sincronizadamente y
pronuncian en coro el mismo instante y la misma condena.
Pues bien, en
el lugar más soberbio de esta landa aridecida, vivía el padre Celestino, raptado
casi siempre por la adoración del Eterno. Y como todos conocían su cualidad de
iluminado, iban a verlo, desde los más remotos parajes, personas afligidas o
turbadas, para pedirle consejo y a confesarse. Al abrigo de un enorme taller
mecánico logró encontrar, nadie sabe cómo, los restos de un viejo camión, cuya
minúscula cabina, sin ningún vidrio sano, ay de mí, le servía de confesionario.
Una tarde, cuando ya estaba oscureciendo, y después de haber estado
durante horas y horas escuchando largas enumeraciones de pecados, más o menos
contritas, el padre Celestino se disponía ya a salir de su garita; mas se detuvo
al ver en la penumbra a una figura desmedrada que se acercaba hacia él, con
actitud penitente.
Sólo hasta que el forastero se hubo arrodillado sobre el
estribo, el ermitaño se dio cuenta de que el recién llegado era un sacerdote.
—¿Qué puedo hacer por ti, pequeño sacerdote? —le dijo el ermitaño, con
su voz paciente y suave.
—He venido a confesarme —respondió el hombre; y
sin demora alguna, empezó a confesar sus culpas.
Celestino ya estaba
acostumbrado a sufrir las confidencias de las personas, especialmente mujeres,
que iban a confesarse por una especie de manía, aburriéndolo con meticulosos
relatos de acciones inocentísimas. Pero nunca antes había escuchado a un
cristiano tan carente de maldad. Las faltas de las cuales el sacerdote se
acusaba eran sencillamente ridículas, tan fútiles, débiles y ligeras. No
obstante, conociendo bien a los hombres, el ermitaño comprendió que aún faltaba
lo bueno, y que el humilde sacerdote se andaba por las ramas.
—Ánimo,
hijo; ya es tarde y, para ser sincero, empieza a hacer frío. ¡Vamos al grano,
pues!
—Me falta valor, padre —balbuceó el sacerdote.
—¿Qué
pecado has cometido? Viéndote bien, me pareces un buen muchacho. No habrás
matado, puedo imaginármelo. No te has manchado de orgullo.
—Eso es —dijo
el otro, con un hilo de voz casi imperceptible.
—¿Asesino?
—No.
Lo otro.
—¿Orgulloso? ¿Es posible?
El sacerdote asintió,
contrito.
—Pero habla, explícate, alma bendita. Aunque hoy se haga un
excesivo consumo de ella, la misericordia de Dios es infinita y todavía queda
mucha en su depósito; creo que con ésta puede bastarte.
El otro se
decidió, finalmente:
—Se trata de esto, padre. La cosa es muy simple,
pero tremenda. Soy sacerdote desde hace pocos días. Me ocupo de los oficios en
la parroquia que me asignaron. Y bien...
—¡Habla, pues, criatura mía,
habla! Pero si no te voy a comer, te lo juro.
—Pues bien... cuando oigo
que me dicen “reverendo”... ¿qué quiere que haga?, le va a parecer ridículo,
pero yo experimento una sensación de alegría como algo que me calentara
adentro...
A decir verdad, no era un gran pecado. Jamás se le hubiera
ocurrido confesar semejante cosa a ninguno de los fieles, ni a los sacerdotes
mismos. No obstante el anacoreta, aunque muy experto en el fenómeno llamado
hombre, nunca se lo esperó. Y no sabía qué decirle, pues era algo nuevo para él.
—Ejem... ejem... entiendo... No es nada bueno. Si no es el mismo demonio
que te calienta por dentro, poco le falta... Por fortuna, lo has entendido por
ti mismo... Y tu vergüenza deja esperar en que no recaerás... Desde luego, sería
triste que siendo tan joven te dejaras infectar... Ego te absolvo.
Pasaron tres o cuatro años, y el padre Celestino ya casi se había
olvidado completamente del caso cuando el sacerdote anónimo volvió a buscarlo
para confesarse.
—Yo te conozco ya, ¿o me confundo?
—Es verdad.
—Déjame verte... Pero si eres tú, eres tú, a quien le gustaba que lo
llamaran reverendo. ¿O me equivoco?
—Precisamente yo —dijo el sacerdote,
que acaso parecía menos humilde por una especie de mayor dignidad reflejada en
su rostro; pero seguía siendo tan joven y desmedrado como la primera vez. Y
estaba rojo de vergüenza.
—Ay, ay —diagnosticó secamente Celestino,
sonriendo con resignación—. ¿En todo este tiempo no has sabido enmendarte?
—Peor, peor.
—Casi me inspiras miedo, hijo mío. Explícate.
—Bien —dijo el sacerdote, haciendo un tremendo esfuerzo para animarse—.
Es peor que antes... Yo... yo...
—Ánimo —lo exhortó Celestino,
estrechándole las manos entre las suyas—, no me tengas en suspenso.
—Me
sucede esto: si alguien me llama “monseñor”, yo... yo...
—Sientes
satisfacción, ¿eso quieres decir?
—Sí, desgraciadamente.
—¿Una
sensación de calor, de bienestar?
—Precisamente...
Pero el padre
Celestino lo despachó con pocas palabras. La primera vez, el caso le había
parecido muy interesante, como singularidad humana. Ahora ya no. Evidentemente
—pensaba—, se trata de un pobre estúpido, un buen hombre tal vez, de los que la
gente se divierte tomándoles el pelo. ¿Qué caso tenía demorar la absolución? En
un par de minutos el padre Celestino lo mandó con Dios.
Y pasaron
todavía unos diez años. El ermitaño ya era viejo cuando el curita volvió. Éste
también había envejecido, naturalmente; más enjuto, más pálido, con los cabellos
grises. En un primer momento, el padre Celestino no lo reconoció. Pero en cuanto
el otro empezó a hablar, el timbre de la voz hizo despertar el recuerdo
adormecido.
—Ah, eres tú el del “reverendo” y del “monseñor”, ¿o me
confundo? —preguntó Celestino, con su desarmante sonrisa.
—Tienes buena
memoria, padre.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde entonces?
—Van a
cumplirse diez años.
—¿Y después de diez años, tú... sigues todavía con
lo mismo?
—Peor, peor...
—¿Qué quieres decir?
—Mira,
padre... ahora... si alguien se dirige a mí llamándome “excelencia”, yo...
—No digas más, hijo mío —dijo Celestino con su paciencia a prueba de
bomba. Ya entiendo. Ego te absolvo.
Y pensaba, mientras tanto:
desgraciadamente, con el paso de los años, este pobre cura se ha vuelto más
ingenuo y simplón, y la gente se divierte aún más tomándole el pelo.
Y
cae en el garlito y hasta le encuentra gusto, pobrecito. Apuesto a que dentro de
cinco o seis años lo veré otra vez delante de mí, para confesarme que cuando lo
llaman “eminencia”, etcétera, etcétera.
Y eso mismo ocurrió,
exactamente, con un año menos de lo previsto.
Con la espantosa celeridad
que todos conocen, pasó otra gran tajada de tiempo. El padre Celestino era ya
tan viejo y decrépito, que debían llevarlo cargando a su confesionario todas las
mañanas, y cargándolo lo regresaban a su yacija al anochecer.
¿Es
necesario contar ahora con pelos y señales que el anónimo curita regresó un buen
día? ¿Y cuánto había envejecido él también, más blanco, encorvado y enjuto que
nunca? ¿Y cómo seguía atormentándolo el mismo remordimiento? No; evidentemente,
no es necesario.
—Mi pobre curita —lo saludó con amor el anciano y
venerable anacoreta—, ¿vienes aquí otra vez con tu viejo pecado de orgullo?
—Tú sabes leer mi alma, padre.
—Supongo que ahora la gente te
llama “su Santidad”.
—Exactamente así —admitió el cura, con la más
ardiente de las mortificaciones.
—¿Y cada vez que te llaman así, una
sensación de alegría, de bienestar, de vida, te invade, como una felicidad?
—Desgraciadamente, desgraciadamente. ¿Dios me perdonará?
El
padre Celestino sonrió en su fuero interno. Tanta obstinada ingenuidad le
parecía conmovedora. En un santiamén reconstruyó imaginariamente la oscura vida
de aquel pobre curita, humilde y poco inteligente, en una arrumbada parroquia de
montaña, entre rostros apagados, obtusos y malignos. Sus monótonas jornadas, una
igual a la otra, las monótonas estaciones y los monótonos años; y él cada vez
más melancólico y los parroquianos cada vez más crueles. Monseñor...
excelencia... eminencia ... ahora su Santidad. Ya no conocían medida las burlas
de los aldeanos. Sin embargo, él no se inmutaba; esas grandes y deslumbrantes
palabras suscitaban en su corazón una infantil resonancia de alegría.
Bienaventurados los pobres de espíritu, concluyó para sus adentros el ermitaño.
Ego te absolvo.
Hasta que un día el viejísimo padre Celestino,
sintiéndose próximo a morir, por primera vez en su vida, pidió algo para sí
mismo. Solicitó que lo llevaran a Roma, como fuera. Antes de cerrar los ojos
para siempre, le gustaría ver, al menos un instante, San Pedro, el Vaticano y al
Santo Padre.
¿Podían decirle que no? Consiguieron una litera, pusieron
en ella al ermitaño y lo llevaron hasta el corazón de la cristiandad. Pero eso
no fue todo. Sin perder tiempo, porque Celestino tenía ya las horas contadas, lo
llevaron por las escalinatas del Vaticano y lo introdujeron, con mil peregrinos
más, en un vasto salón. Lo dejaron allí, en un rincón, esperando.
Después de
esperar y esperar, el padre Celestino vio que al fin la multitud se movía para
abrir paso, y al fondo tan lejano del salón, una delgada y blanca figura que
avanzaba. ¡El Papa!
¿Cómo era? ¿Qué cara tenía? Con horror
indescriptible, el padre Celestino, que siempre había sido miope como un
rinoceronte, se dio cuenta de que había olvidado sus anteojos.
Para
fortuna suya, la blanca figura se acercaba, haciéndose cada vez más grande,
hasta llegar precisamente a su litera. El ermitaño se enjugó con el dorso de una
mano los ojos perlados de lágrimas, y los alzó lentamente. Miró el rostro del
Papa. Y lo reconoció.
—Oh, eres tú, mi curita, mi pobre curita —exclamó
el anciano con irresistible presencia de ánimo.
Y en la vetusta majestad del Vaticano, por vez primera en la
historia, se asistió a la siguiente escena: el Santo Padre y un viejísimo fraile
desconocido venido de quién sabe dónde, cogidos de la mano, sollozaban juntos.